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Homilía | 12 de septiembre de 2025

P. Marcel Holzheimer

En el Evangelio de hoy, Jesús nos dice algo muy realista y nos pregunta: «¿Acaso un ciego puede guiar a otro ciego?» (Lucas 6,39).

Holzheimer

Queridos hermanos:

en el Evangelio de hoy, Jesús nos dice algo muy realista y nos pregunta: «¿Acaso un ciego puede guiar a otro ciego?» (Lucas 6,39). La respuesta es tan simple como obvia: no, porque ambos caerían en el hoyo. Suena casi gracioso, pero encierra una profunda verdad.

Vivimos en un mundo lleno de voces: titulares, publicaciones, tuits, opiniones cada segundo. Muchos tratan de dar orientación, algunos en voz alta, otros de forma agresiva. Y nos damos cuenta de lo fácil que es caer en la tentación de seguir ciegamente a otros ciegos: noticias falsas, juicios precipitados, eslóganes simplistas. Las palabras de Jesús suenan como una llamada de atención: ¡Examina cuidadosamente a quién sigues! Abre los ojos, mira con atención, antes de intentar guiar a otros.

Siento que Jesús no está tratando de convencernos con un argumento intelectual, sino con una experiencia que todos conocemos: quien quiera guiar a otros debe ser capaz de verse a sí mismo, debe tener una mirada atenta.

El liderazgo requiere orientación, claridad y sentido de la realidad. Y esa orientación no se encuentra en los titulares, sino en ÉL. Nuestra época ansía personas que no sean solo sabelotodos, sino verdaderos discípulos de Jesús y de su mensaje del Reino de Dios que ya está llegando, personas dispuestas a dejarse transformar por el Evangelio.

Entonces Jesús amplía la imagen y pregunta, además: «¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano, y no ves la viga en tu propio ojo?» (Lucas 6,41).

Aquí es donde la cosa se pone incómoda. ¿Quién no ha experimentado esto? Somos rápidos en señalar la paja en el ojo ajeno: sus errores, sus debilidades, sus decisiones que nos parecen cuestionables. Pero nuestras propias limitaciones, nuestros puntos ciegos, incluso nuestra sordera al Evangelio en nuestras propias vidas, preferimos pasarlos por alto. No me excluyo de esto. A menudo es más fácil buscar la viga en el ojo ajeno que mirarnos a nosotros mismos con dureza.

Sin embargo, queridos hermanos, el punto decisivo es este: Jesús no dice estas palabras para señalarnos negativamente, sino para enseñarnos a ver.

El Reino de Dios que ha amanecido con Él es una especie de nueva visión. Quien vive dentro del horizonte de Su Reino ve el mundo, la Iglesia, la Orden de manera diferente, no desde la perspectiva del poder, la estrategia o la autoprotección, sino desde los estándares de Dios: justicia, misericordia y fidelidad.

El Reino de Dios no es un ideal lejano, sino una realidad que llega hasta nuestras propias deliberaciones. Nos pone de frente a la pregunta: ¿Nos guiamos unos a otros porque hemos aprendido a ver? ¿O tropezamos ciegamente unos junto a otros?

Aquí nuestro santo padre Agustín es una compañía importante y una fuente de inspiración. No era alguien que ocultara sus propias debilidades. Era consciente de su ceguera, sus divagaciones, su inquietud. Pero aprendió que la verdadera visión solo es posible cuando uno se expone a la luz de Dios.

En las Confesiones escribe: «porque tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío» (conf. 3,6,11). Esto nos muestra que la visión clara no viene a través de la auto optimización, sino a través de dejar que ÉL me mire, honestamente, sin máscaras. Esa es una perspectiva. Otra se vislumbra cuando escribe: «El amor es la raíz de todo bien» (s. 179A,5). El amor – caritas – es el ojo que realmente ve. Sin amor, nuestra vista permanece nublada. Esto no es menos cierto hoy en día. Necesitamos estos ojos sanadores del amor, para no ser aplastados por la ira de nuestra época.

¿Qué puede significar esto para nosotros, queridos hermanos?

Quizás el Reino de Dios se hace visible precisamente allí donde las personas –donde nosotros– intentamos mirar el mundo y a los demás de manera diferente:

- donde no nos juzgamos unos a otros con demasiada rapidez, sino que escuchamos,
- donde no nos apartamos de la carencia, sino que la afrontamos,
- donde no buscamos al culpable, sino que asumimos la responsabilidad,
- donde no nos limitamos a preguntar «¿quién tiene razón?», sino «¿cómo podemos apoyarnos unos a otros?».

Significa: quejarnos menos de las debilidades de los demás, gastar menos energía en enumerar los defectos. Más bien: tener más valor para examinar nuestras propias estructuras, hábitos y, a veces, nuestra propia inercia.

Y también significa: mantener la mirada fija en los signos de los tiempos. Agustín insistió una y otra vez: Dios habla a través de las Escrituras, pero también a través del momento presente. Seríamos ciegos si solo miráramos hacia dentro y no nos diéramos cuenta del mundo que nos rodea, de las personas con sus alegrías y esperanzas, sus penas y ansiedades (cf. GS 1), así como de sus crisis y sus preguntas, incluidas las que nos dirigen a nosotros.

El Evangelio nos llama menos a la autoacusación que a la visión honesta. Y la pregunta que Jesús nos hace, queridos hermanos, sigue siendo:

¿Con qué ojos veo hoy a mi hermano, a mi hermana, a mi semejante? ¿Con los ojos de un juez, o me atrevo a mirar con los ojos de Dios?

Entonces, como Orden, como comunidad, como Iglesia, no caeremos ciegamente en el abismo. Podremos acompañarnos unos a otros, no porque seamos perfectos, sino porque nos dejamos guiar por la mirada de Dios, por su Reino que ya ha comenzado entre nosotros.

Amén.

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